Al llegar de nuevo al lugar acordado, me senté, por aquello de los dolores, imaginándome el porque de tanto silencio, recurrí de nuevo a mi sombra como un confidente de mi soledad y me detuve a verla, falta de toda textura, aún así tan visible, tan propia como nuestra misma materia, e igualmente necesaria, solo si no existiera luz, o si no existiera materia, podríamos liberarnos de ella, e igualmente liberarnos de nuestra compañía, pero, en ese momento, no era estorbo, ni obsesión, ni problema, simplemente era un reflejo de la ausencia.
Dos o tres horas estuve esperando, sentado allí, frente a un poste de luz, con mi sombra, ahora haciendo presente su levedad, volteé a un lado, y ella me siguió, allí estaba, inocente de mi, atada a mi cuerpo, o yo a su insondable ausencia, giró su brazo, y de repente hizo girar al mío, al pararse, yo tuve que hacerlo sin remedio, y si cambiaba su forma, la mía lo haría instantaneamente, reconoció el arma en mi bolsillo, la sacó de forma que no tuve escapatoria, apunto con la firmeza propia de aquel que el tiempo le ha dado la frialdad de un detallado proyecto, y disparo sin miedo, dos, o tres veces, el hombre muerto, en la otra acera, había aplastado ahora su sombra, que yacía debajo de él, también inerte, nunca fue mi voluntad, solo fueron las sombras que destruyeron la ley de sus posibilidades. No confío en la capacidad de verificarlo, solo se que ahora me siento inmóvil, como si en verdad aquella extraña forma que se proyecta de mí, fuera el amo que oculto en su telón moviera los hilos, dejándome a la ignorancia de mis movimientos la libertad de decidirlos.